LA FALTA
Todo empezó por la urgencia de comprar un cepillo de dientes
eléctrico.
Ni ella ni yo sabíamos
que se puede decir también “electrónico”,
y que el día de la entrega más próxima
sería el siguiente domingo.
Cada cepillo se vende con cuatro
cabezas.
Ni ella ni yo sabíamos
que se puede decir también “cabezales”.
¿Por qué no usar un cepillo común
para llegar hasta las muelas más lejanas?
Me pareció demasiado argüende,
pero aún así abrimos una cuenta en amazon,
metimos la dirección de la casa compartida,
los datos bancarios (con mucho cuidado)
y le dimos “comprar ahora”.
Se nos hizo tarde buscando
cómo rastrear el pedido.
¿Y si no llegaba a tiempo?
¿y si no venía completo?
¿y si después de
todo
era más fácil utilizar los dedos con un poco de pasta?
Sucederá lo que tenga que pasar.
Ya revisaremos el correo pasado mañana.
De todas maneras,
ni ella ni yo sabíamos
que existen todavía
formas suficientes
para enunciar la falta.
.
.
SONIDOS DESDE CASA
Las palabras abren
un espacio superior entre
los techos pesados que sostienen los cielos,
los cielos compuestos de aire
circuncidado de tiempo,
de aire abierto
de aire arropado de sombras sísmicas
de los temblores que ya no sentimos
porque los incorporamos a base de pasos descalzos.
Suena todo,
acá resuenan todos los ruidos estomacales
y los dientes frotándose durante el sueño,
y los flequillos del trapeador golpeando las baldosas
y los cacareos del gallo imaginario
y los pitidos del horno de microondas
y la pasta hirviendo de crema a borbotones
Suena todo, todo, todo, maldita sea, suena
el choque de la pera cuando cae
al piso hueco.
Los verbos abren
un espacio
entre todo
y mi vientre,
entre el sonido de la llamada entrante
y mis cejas
entre el tránsito de san jerónimo
y mis ojos
entre los árboles golpeándose entre sí
y mi nariz
entre el motor del auto
y mi boca
entre el sonido del dosificador de spray
y mi barbilla
entre el timbre de la caseta
y mi garganta
entre los pájaros de la fuente
y mis clavículas
entre la música de lxs vecinxs
y mi corazón
entre la vibración del móvil
y mis tetas
entre el sonido de la orina cayendo
y mi ombligo
entre el sonido de la ducha
y mi cadera
entre el sonido de WhatsApp
y mis ovarios
entre las sábanas cayendo sobre la cama
y mi vulva
entre el cierre de la puerta principal
y mis piernas
entre la vibración del refrigerador
y mis rodillas
entre el sonido de la lavadora
y mis tobillos
entre el silencio de la noche
y mis pies.
Suena todo, y digo “todo”
porque dentro de mis oídos
“todo” es una traducción.
.
.
ME OLIERON LOS PERROS
A P y C:
él y el otro él, nosotrxs.
En la mesa quedaron algunas cáscaras
de limón dulce.
¿Y la noche?
pálida entre las cortinas.
Él dijo, les leo un ensayo sobre las moscas.
Aceptamos.
En los dedos de él, del otro él,
una cáscara enredada sobre las uñas.
El ensayo le salió de la boca, de las manos,
del hoyuelo entre las clavículas,
y el otro, en su acto de escucha,
de testigo con dedos de piel de limón,
le sonreía con ganas
con sonrisa de muchos dientes,
como diciendo: te advierto una vida.
Mientras nos leía,
pasión tejida entre las cejas,
me levanté y caminé por la sala
que al tiempo era el comedor,
la habitación de los perros,
la antesala de las habitaciones.
Y escuché el ensayo sobre las moscas.
Él y el otro él se conocían de hacía tiempo:
dos circuitos potentes de cables heridos
se conectaron para iluminar
una casa de preguntas.
Se conocieron así,
y en el camino me invitaron
a su festín de frutas frías y cerveza.
Caminé, entonces, por la sala.
Me acomodé de cuclillas
para ver de cerca las patas de la mesa,
y se acercaron dos perros,
los dos perros sin nombre del otro él.
Se acercaron, y me olieron.
Me olieron los perros.
Llevaba un vestido de leopardo,
mis muslos,
que se han resistido a las caricias largas
por miedo a la hipotermia,
estaban semidescubiertos,
las piernas entreabiertas,
y de dentro, de muy dentro,
venía el olor que acercó a los perros.
Un olor a fruta pudriéndose,
a clavo y madera, a gerbera amarilla
y agua salada.
Me olieron los perros,
pero a ellos no les significó nada,
quizá reconocieron un olor familiar,
un olor a cotidiano, a lo que sólo pasa,
lo que no se juzga ni legaliza ni oculta.
Me olieron y se fueron a dormir.
Su voz, la de él, hablaba de las moscas
de una utopía urgente
y el otro él sonreía.
Yo los miraba a distancia,
recorriendo sus voces y la casa,
reconociendo los muebles.
El ensayo acabó,
¿cómo se dice preferido sin decir favorito?
Eso fue la noche: una luna de sangre
suspendida entre las cortinas.
Además,
era uno de esos días
de los que ya he hablado tanto.
A diferencia, me sentí libre;
qué libre es lo normal
cuando se está en manada.