Ulises Paniagua: Reseña de “En tanto permanezca el mundo” escrita por el reconocido poeta mexicano Héctor Carreto.

LA PIEDRA Y EL AGUA

Cuatro relatos sobre la ciudad de México son los que nos presenta Ulises Paniagua en su libro 

En tanto que permanezca el mundo. Así nombra al primer relato. Los otros tres son “Morir es una noche salvaje”, “El ciclo de las caracolas” y “La otra defensa de Tenochtitlan”. El tema central que los une es el paso del tiempo y su, valga el oxímoron, su permanencia.

En el primer cuento, Jorge Cronos Azahar es un periodista que nos va llevando de la mano en un recorrido por la ciudad de México, y guiado por su jefe, Hugo Atl, hacia un recóndito lugar, una vecindad por el rumbo de la Merced, donde moran los inmortales.

Paniagua nos va mostrando la vieja ciudad, la virreinal y la construida durante el porfiriato. Nos va detallando su señorío, quizá para demostrarnos que la destruida Tenochtitlan era dueña de una mayor grandeza.

¿Cómo recuperar lo perdido? Hugo Atl elige a su reportero y amigo para que sea testigo del momento en que los inmortales (que son los dioses Huitzilopochtli, Huehuetéolt, Cuatlicue y Xipe Tópec) den inicio, con la llegada del Quinto Sol, a la venganza contra los ahora dueños de nuestra metrópoli, los conquistadores contemporáneos, que son los políticos corruptos y los multimillonarios empresarios que no se cansan de destruir monumentos emblemáticos para levantar rascacielos, plazas comerciales y estacionamientos.

Con la victoria final de los dioses nahuas, se hace posible el regreso de los canales y avenidas de agua respetando la ciudad actual.

El agua es el otro tema de este relato. El tiempo y el agua están unidos en los nombres de los protagonistas: Atl significa agua, y Cronos, tiempo. El agua, que aparece a lo largo de toda esta historia, parece reafirmar que la esencia de nuestra ciudad es acuática. El agua es tiempo, es cambio. 

Nuestra capital siempre se ha caracterizado por su larga temporada de lluvias. Y donde aparece Hugo Atl siempre llueve, porque él (lo descubrirá después Jorge Cronos) no es otro que el dios Tláloc. Es inmortal, pero respira en el tiempo cotidiano, seguramente con la misión de ser testigo de los cambios que han ido destruyendo la urbe. Llegado el momento, los otros dioses dejan la inmortalidad inmóvil en la piedra para entrar en el tiempo, pues entienden que el tiempo es necesario para que pueda darse el cambio de rostro en la ciudad. Hecho esto, los dioses, satisfechos, pueden regresar a la eternidad de la piedra en el museo.

El tiempo y su complemento, la eternidad, también se desarrollan en el siguiente cuento, “Morir es una noche salvaje”, cuyo protagonista, Waldo Benjamín Uruchaga, al cumplir treinta y siete años, toma conciencia de la muerte y a tenerle miedo de morir en cualquier momento, por una razón u otra. Seguramente leyó a Montaigne, quien decía que la muerte más antinatural era tenerla a causa de la vejez, porque se da con mucha más frecuencia por un accidente, un pleito o una enfermedad. 

Uruchaga también se da cuenta de que su trayectoria como artista visual ha sido un fracaso, por lo que busca, y encuentra, el éxito, no artístico, sino comercial y social. Uruchaga es un farsante que ahora, a sus 37 años, lo que ocupa su cabeza es no encontrarse con la Catrina. El miedo llega a tal grado patológico que incluso, en su obsesión, llega a preguntarse por el color de la muerte:

Me pregunté cuál sería el color de la muerte. Uno acostumbra el negro, por tradición, claro. Había, sin embargo, datos curiosos; en Brasil se utiliza en algunas zonas el morado como símbolo de luto; los chinos budistas, sabios y amantes de la vida, prefieren el amarillo; el blanco lo utilizaron las mujeres griegas y romanas para enterrar a sus difuntos.

El protagonista, finalmente, parece reconciliarse con la vida cuando vislumbra que si “morir era una noche salvaje y un nuevo camino… vivir era exactamente lo mismo”. 

La tercera historia, “El ciclo de las caracolas”, tiene otra estructura, hecha a base de fragmentos, de ciclos. La protagonista es la ciudad misma, quien se va desnudando ante el lector, a quien va mostrando las partes más íntimas de su cuerpo: “Soy la ciudad, el ciudad, los ciudad, las ciudad, las y los y les ciudad”.

 El relato mantiene el ritmo y las características de un poema en prosa. Y en ella escuchamos los sonidos de los autos, la música del cabaret, el olor de los mercados, el sabor del chile, la mirada del Cristo del veneno, las pláticas chilangas: “qué pasó men, mi cuate, carnalito, mi hermano, qué onda, qué le ofrezco, señor, señora, mijo”.

No puede ser otra en el mundo que la Ciudad de México, con todo su color y sus claroscuros.

“La otra defensa de Tenochtitlan” cierra este conjunto de relatos y mantiene vasos comunicantes –canales de agua– con el primer cuento. El tiempo y su recuperación de Tenochtitlan también están presentes, pero aquí no se habla de la venganza contra los conquistadores, porque aquí la historia se desarrolla al revés: los aztecas son los vencedores y los conquistadores: por ejemplo, Cuauhtémoc derrota a Hernán Cortés, quien es juzgado y ahorcado en Cuba. Y como dijera Diego Velázquez al cronista de estos hechos, al Bernal Diaz del Castillo, el periodista de este relato:

Don Diego me explicó que no era prudente intentar nada, que por el momento vivíamos en una época extraña dentro de nuestra Historia, y de la Historia de los hombres en general. Consternado, me hizo saber que debía prepararme, pues cualquier día nuestras tierras ya no llevarían el honroso nombre de Hispania, sino que, en contra de nuestra voluntad, deberíamos comenzar a conocer nuestros viñedos, ciudades y campos, como la Nueva Tenochtitlan.

Ulises Paniagua nos regala estos cuatro relatos, con una fluidez que nos mantiene con vivo interés en un tema que enriquece y se suma a la literatura escrita sobre nuestro México-Tenochtitlan.

Héctor Carreto, 4/12 /2022

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