Patricia Lovos (El Salvador, 1991). Periodista y Gestora Cultural de profesión. En literatura, ha recibido cursos y talleres con varias personalidades. En 2019 ganó la primera mención honorífica en los Juegos Florales, con la obra Aliento de cachorro publicada por Índole Editores en 2021. Uno de sus textos fue seleccionado para la Antología Centroamericana de Mujeres Cuentistas de Penguin Random House. Es la organizadora del Encuentro de Microficción de El Salvador. Sus cuentos han sido publicados en diferentes revistas latinoamericanas.

Patricia Lovos: Mi nuevo amor se hizo adicto a mis afectos.

ELLOS

Esa mañana, una nube de humo flotaba en la sala de mi casa. Un sujeto de piel clara y pantalones cortos estaba sentado frente a mi televisor y practicaba un par de canciones con su vieja guitarra, junto a él, un enorme gato marrón. Del baño salió una mujer que parecía ser su acompañante: una rubia de pelo corto vestida con un extraño turbante blanco que me miró con curiosidad. Hizo un gesto con la mano y se encaminó al sofá donde se encontraba su amigo. Mi distorsión de la realidad a causa del insomnio era tan grande, que no me permitía distinguir si la estampa se trataba de una ensoñación o si era el efecto del olor a hierba que inundaba el cuarto. Decidí prepararme un café.

En esas estaba, cuando caí en la cuenta de que el hombre y la mujer en la sala eran personas reales, un par de músicos que componían una canción de amor. Volví a asomarme desde la puerta de la cocina y ahí estaban. Los dos hacían sonar suavemente las cuerdas de sus guitarras mientras el gato los escuchaba atento. Aquella armonía acompasada y taciturna hizo que me durmiera sobre el fregadero, hasta que la cafetera emitió un chillido ensordecedor al hervor del agua.

Aturdida, me asomé de nuevo para confirmar la visión. Los hippies seguían ahí, así que les ofrecí café, pensando que, quizá, un poco más en confianza, me dirían qué estaban haciendo a esa hora en la sala de mi casa. Les serví una taza a cada uno. Ellos se mostraron agradecidos, pero no quisieron explicarme por qué estaban ahí.

Volví a mis quehaceres. Temía la reacción de mi esposo y de la inquilina del segundo piso, obsesionada con el orden en la casa. A ninguno de los dos les gustaban los hippies. De hecho, ella, la arrendataria del cuarto de arriba, había mencionado más de alguna vez su pasado en las filas del ejército.

Yo seguí observando el comportamiento de los invasores: no me gustaban ni su apariencia ni su mal olor, pero apreciaba el sonido de sus guitarras y la composición poética de sus canciones.

Era domingo y se hicieron las ocho de la mañana. Todos dormían en el piso de arriba. Mi esposo roncaba, suave como un felino que ronronea plácidamente. Él, en su letargo, parecía ser inmune al sonido de las canciones, así que decidí aprovechar la música de fondo y me dispuse a fregar los platos. Mientras jugaba con la espuma del jabón, me pregunté cómo habían entrado a la casa. Vencida por la curiosidad y con los guantes puestos, me asomé de nuevo por la puerta de la cocina y les pregunté, amablemente, quién los había dejado entrar. El joven sonrió y respondió que ellos siempre habían estado ahí, y que no había puertas cerradas para un par de ocupas experimentados. El gato me observó fijamente, como si secundara la moción de su dueño.

A los pocos minutos escuché un sonido de ventanas abriéndose en el piso de arriba. Era la primera señal de que “la teniente”, como satíricamente habíamos apodado a la inquilina, estaba a punto de iniciar su jornada. Ella comenzaba su día con heavy metal, para terminar a las once de la mañana con éxitos de los ochenta, en ese orden, de lunes a domingo. Sus ingresos pasivos le permitían vivir cómodamente sin tener que trabajar.

La única que madrugaba era yo, no porque lo quisiera, sino porque llevaba semanas sin dormir bien. Sufría de un insomnio crónico que no tenía explicación.

Después de preparar el desayuno, miré el reloj de la cocina: eran las nueve de la mañana. Yo temía la aparición de mi marido, y así fue. Oí cuando abrió la llave de la ducha. Me acerqué amablemente a los hippies y les advertí que mi esposo era un tipo estructurado y que no le gustaban los campamentos en plena sala.

Ambos me miraron sonrientes y siguieron en lo suyo, como si mi advertencia no tuviera importancia. Pocos minutos después, escuché los pasos de mi marido bajando las escaleras. Salí a su encuentro para darle un abrazo.

—¿Qué es ese olor? —preguntó, alejándome abruptamente de su pecho—. ¿Quiénes son ellos?

No supe qué responder, y le ofrecí una sonrisa tonta.

—Y ustedes, ¿de dónde salieron? ¡Largo de mi casa! —vociferó mi marido.

Los hippies se miraron el uno al otro como si no entendieran lo que estaba pasando, como si el extraño fuera él y no ellos, que estaban sentados en la sala de una casa ajena.

—Siempre estuvimos aquí —contestó la rubia entre bostezos.

—No me importa si han estado aquí desde la era de Aries, ¡lo que quiero es que se vayan ya! —ordenó mi marido.

Ante la falta de acción, enardecido, él se preparó para hacer uso de la violencia, pero la actitud de los visitantes era tan pacífica que le fue imposible agredirlos. Cambió de planes y llamó a la policía. El esfuerzo fue infructuoso, pues los visitantes, con el gato en brazos, acabaron convenciendo a los oficiales de que ellos siempre habían estado ahí.

Todo era tan extraño. Por alguna razón, yo quería que los muchachos se quedaran, así que traté de convencer a mi marido de que le viéramos el lado positivo a la situación, de que quizá podríamos aprender algunas cosas de ellos, y que un poco de música no nos vendría mal.

Luego de una larga discusión, logré persuadirlo de tenerlos en casa, bajo el entendido de que ellos pagarían su estancia y sólo fumarían en el cuarto que se les asignara. Ambos prometieron ayudar en las tareas de la casa. Cantarían en los autobuses para pagar el alquiler. A pesar de su descontento, mi marido se mostró flexible. Tendía siempre a complacerme en todo, así que creo que el aceptar la estadía de los hippies fue un acto de amor más que de voluntad propia.

Ese día, ellos cantaron un par de boleros, y mi marido y yo los acompañamos en los coros. Todo parecía ir bien, hasta que al segundo día supimos que la pareja tenía un don especial con los animales.

Al principio era sólo su gato, pero pronto, aparecieron dos felinos gordos y peludos, una mezcla entre angora y persa, que se habían instalado en el patio y no parecían tener ninguna intención de entrar a la casa. Los hippies se limitaban a colocarles un platito con leche y algunas sobras de los almuerzos, así que no temí desastre alguno.

Muy pronto, los felpudos habían invadido la sala y los cuartos, utilizaban los fregaderos de los baños como camas y subían y bajaban de las mesas y escritorios. Todo de un día para otro. El lunes por la noche contabilicé alrededor de veinticinco gatos dentro de la casa. Eso sí, las plagas de lagartijas y cucarachas habían desaparecido por completo, hasta las moscas se negaban a posarse en nuestros platos.

A pesar de sus reiterados intentos por sacarlos de casa, mi marido se mostró benevolente con los animales. Al fin y al cabo, él era de signo Leo y los leones, a pesar de su fuerte temperamento, tienden a ser gregarios, generosos y a adaptarse a cualquier entorno.

Al darse cuenta de la invasión de los gatos, la inquilina de arriba decidió marcharse. Total, yo no la soportaba y ya teníamos dos huéspedes más que pagarían la renta. Poco a poco, los felinos nos ganaron el corazón, pues descubrimos que se trataba de criaturas simpatiquísimas. Por la noche, cada vez que los hippies sacaban sus guitarras, los animalitos se sentaban en ronda a escuchar el sonido hipnótico de las cuerdas. Ninguno maullaba en ese momento. Podría decirse que los animales estaban tan absortos en su letargo que ni siquiera se percataban de que mi marido y yo comíamos un bistec de res con papas fritas. Pero había uno que era diferente.

Tigger, el gato que había llegado con los hippies, era enorme y presumía un selvático patrón a rayas en su pelaje. Al animal le encantaba rozarse contra mis pantorrillas y echarse en mi regazo al ver la televisión, hundiéndose en un sueño profundo que pronto se me contagiaba.

Tigger era muy sensual, su mirada era intensa y sus movimientos, lentos como los de una boa constrictor. Llegué a pensar que una de esas noches iba a lanzarse sobre mí para poseerme. Mi instinto escorpiano me decía que fuera dócil y me dejara seducir por sus encantos. Sin embargo, a pesar de mi naturaleza lasciva, no me hallaba capaz de practicar la zoofilia, por lo que decidí darle placer a mi manera. Me encargué de prepararle deliciosas viandas y dedicarme enteramente a su contemplación.

Pasaron los días y el animal se hizo adicto a mis afectos. Se mantenía día y noche a mi lado y se escapaba de la casa cuando yo salía a hacer la compra. Mi marido notó la actitud romántica del gato hacia mí y comenzó a reñirlo. Cuando entendió que no podría contra el animal, decidió negociar conmigo, pero fue inútil. El vínculo ya era demasiado fuerte. Yo ni siquiera deseaba tener intimidad con mi esposo, y hasta me había mudado a la sala para dormir en el sofá. Tigger era ahora mi nuevo amor.

Nadie entendía mi fascinación con el gato, ni siquiera los hippies, quienes, extrañamente, se habían empecinado en ponerse del lado de mi marido. Poco a poco, noté que él llegaba cada vez más tarde a casa. Supuse que tendría otra mujer, pero no me importó. Al fin y al cabo, mi amor ya tenía dueño.

Pasaron los días, y una noche, recostada en el sofá, lo escuché entrar por la puerta. Fingí estar dormida como si no hubiera sentido su llegada. La guitarra de los hippies sonaba de fondo. Tigger descansaba sobre mis pies e, ingenuo, mi cónyuge creyó que yo no notaría que se disponía a asesinarlo con un puñal.

Salté del asiento y lancé al gato por los aires. Forcejeé por unos minutos con mi marido borracho, hasta ensartarle el filo del arma en el vientre. Me cercioré de que estaba muerto. Pasé por encima de su cuerpo ensangrentado. Rápidamente tomé al gato y, en silencio, hui de casa.

Luego de permanecer abrazada a Tigger por unas horas bajo el puente de la calle principal, pensé en volver y borrar las huellas del puñal con que había matado a mi marido. Si Tigger y yo íbamos a irnos juntos, no quería que la policía nos persiguiera toda la vida.

Le pregunté al gato si estaba de acuerdo en volver, pero no hizo ningún gesto que delatara su aprobación.

“Estará asustado”, pensé.

Caminé a casa, y en el recorrido ideé un plan para no ser escuchada al entrar. Me asomé a la ventana y ahí estaban los hippies, celebrando su macabro plan para quedarse con nuestra casa. Ante aquella visión, toqué la puerta. La rubia abrió con cuidado. No quiso que yo entrara. Desde la ranura, traté de que me dejaran entrar. Prometí que les cocinaría y atendería sus caprichos, pero el gato y yo ya no estábamos en sus planes.

Patricia Lovos (El Salvador, 1991). Periodista y Gestora Cultural de profesión. En literatura, ha recibido cursos y talleres con varias personalidades. En 2019 ganó la primera mención honorífica en los Juegos Florales, con la obra Aliento de cachorro publicada por Índole Editores en 2021. Uno de sus textos fue seleccionado para la Antología Centroamericana de Mujeres Cuentistas de Penguin Random House. Es la organizadora del Encuentro de Microficción de El Salvador. Sus cuentos han sido publicados en diferentes revistas latinoamericanas.Patricia Lovos: Mi nuevo amor se hizo adicto a mis afectos.