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Por la calle que se ve desde mi ventana,
salgo a recibir mi soledad.
Paso a deambular por las vías terrosas,
por los pájaros ebrios de gozo en una tarde flameante.
Por las ramas de los árboles que bailan al son
de la brisa crepuscular.
Por las sillas en la entrada de cada casa,
con un rumor de cotilleos que ensordecen.
Paso por las calles con los recuerdos prendados a mi pecho.
Paso, como quien trata de atrapar el viento,
aplaudiendo, como si mi nostalgia fuese sinónimo de felicidad.
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Si supieras que el idioma que te traigo
no es otro que el de mis dedos reclamando
por el calor de tu piel casi curtida, casi bermeja.
Entenderías, al fin, que la eternidad no es un para siempre.
Sino el ahora que te tengo y que recordarás cuando bebas tu vino tinto,
cuando vayas por las calles y adviertas girasoles,
cuando, sin poder hacer nada, veas a un animal desamparado
y pienses en mí, porque como él, lo dejas a un lado, en una zanja
abandonado, porque no quisiste hacer nada.
Entonces, al cruzar con tu camión por cualquier calle
al otro lado del mundo, entenderás que ya no estoy.
Que el espacio helado entre los dos ha crecido sin que lo puedas atajar.
Que nunca supiste, en el tiempo que me tenías contigo, que el lenguaje
que te recitaba, era el de cualquier lenamorada.
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«Como una bendición de plumas azules,
los minutos y los segundos me transportaron a
lo que yo era antes de saber que podría romperme«
Yusef Komunyakaa
La lluvia de metales que no respetaba
la verticalidad, podía aparecer desde cualquier sitio.
El olor calcinante a carne alrededor, advertía
los últimos respiros de otros cuerpos rompiéndose,
al igual que yo.
Todo sucedía como en las historias
que nos contaban, pero esta vez,
sin el fondo musical que siempre logra
romantizar a la muerte.
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Te llamo, y no es a una persona a quien busco;
es al reencuentro de historias llenas ya de polvo y hojas podridas
en esta casa antigua.
Llamo al olor de las cortinas mohosas,
al corredor lleno de mecedoras hechas de madera.
A un biombo escuálido que cubre la entrada de
la casa hecha de cañas de azúcar.
Doy voces a las plantas, a la lluvia, a la mata de limón agrio.
Te llamo, y sólo en sueños estás intacta, como te dejé
antes de que la plaga ‘salvadora de los pobres’ me alejara
de tus columnas blancuzcas, cubiertas por salpiques de yeso blanco,
lijas mortales.
No existe un cierre.
Llamo y jamás quiero que contesten.