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MANIFIESTOS
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Manifiéstate
con un corno,
y has caer
densos
manifiestos,
regándolos
a la Tierra:
sus engendros,
sus sombras,
sus memorias,
sus melodías,
sus desolaciones,
sus entierros que pulverizan el olvido.
Manifiéstate,
desde la uña ya cortada,
desde el mar sereno que olean sus ascuas,
desde la justicia de los injustos,
desde una fe en candela y crucifijo,
desde un ciego que contempla con sus oídos,
desde las llagas que asoman en la piel como tragaluces.
Retoma las pancartas del manifiesto
corriendo en las arterias del tiempo;
no pares, no pares
que a los alevosos segundos les vale.
Levanta el asta del manifiesto;
ondea a la muerte,
hazla volar como cóndor,
que se agite su cordura al cosmos
para no sentir su cáustica tristeza.
Manifiéstate desde un sueño,
sigue su lío acechante:
mundo desbordado, ficticio,
que crees y vives;
no despiertes
hasta que sea un caos,
hasta que te levantes besando al susto
en el lecho de la calma.
Por la mirilla del manifiesto:
los embusteros se asoman,
los fumadores se justifican
con el encendedor y el pitillo,
y los pobres acarician su caminata
sin importarles la miseria.
Van y vienen los manifiestos;
se estacionan en todas partes,
rompen silencios,
se destrozan en adyacencias,
vuelan y saltan
de patria en patria.
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EL DESTRUCTOR
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Ahí anda El Destructor
para desafiar las cosas
que tiene a su alcance.
Con sus manos bárbaras
y espasmos alevosos
agarran aquellas cosas,
sin propósitos
las amortiguan:
sus resistencias dicen lo que dicen,
perduran o no,
sólo a la espera
mantiene el basurero
su sauce abierto
para darles la bienvenida
al Holocausto de las Obsolescencias.
Al fin, El Destructor
va a seguir destrozando aquellas cosas que compre o le regalen,
con normalidad sabe que la pena golpetea,
pero, ¿qué hacer si él es reverendo al solapar con rudeza
sus pertenencias?
El regaño de la madre lo ondea en el asta de sus reflexiones,
no le basta con eso, él reitera que sólo es un humano con cuerpo salvaje,
como el tigre que rasga sin entenderlo.
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EL ZANATE EN EL TINACO
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Cada mañana, desde que me levanto,
me dirijo a la sala despejando ventanas,
recorro las persianas
una tras una,
al mirar curioso en una de ellas
veo un apreciado pájaro
de plumaje negro iridiscente,
con cola de diadema gótica,
parado en el tinaco;
moviéndose ahí en busca de algo
despliega sus alas,
quizás esperando a otros pájaros
o que sople la densa brisa fresca del invierno
para que le dirija a un destino eminente,
tal vez; lo veo ahí
intentando dar un mensaje sobre algo,
«supongo»
un místico plan
guarecido en su mente
que no quiere dar a conocer
porque yo lo expiaría,
así me trasformaría como él
y en la plenitud del vuelo andaría de lugar en lugar,
siendo un bandido de comidas
que pudiera encontrar entre los rincones.
Decido salir de casa
para ir a preguntarle al majestuoso pájaro
que denota su elegancia
con el radiante día
consagrado con el espectro de Ahuizotl,
reinando por esa zona idónea para él
siendo como un pantano;
está ahí posando como si nada
en lo más alto de un edificio de cuatro pisos
disfrutando su descanso en el tinaco;
sin avergonzarme,
camino un poco alzando la mirada,
suponiendo que responderá
las interrogantes sugeridas
como cualquier detective lo hace.
Doy unos pasos más
para tratar de estar lo más cerca posible
a pesar de la distancia desde el suelo.
Al decir «hola» alzando la voz,
el pájaro se apresura a mirarme con reojo
como si no entendiese el saludo estilo militar que le hago.
Él sólo grazna agitando sus alas diciendo: «No te entiendo».
Comienzo a interrogarle curiosamente
sobre qué planes maniáticos tiene guarecidos sin revelar
y cómo los llevaría a cabo durante el resto del día hasta culminar el crepúsculo.
Por casualidad él dice meneando su cabeza: «No te entiendo».
Otra pregunta que surge
y que no es muy común
entre pájaros de su especie,
al menos a ese que veo
con intención de ajetrearlo con contradicciones;
le interrogo diciéndole si es feliz ser negro
sin importarle el perenne desprecio de algunas gentes
que le han definido por su estridente canto
y por su simpleza;
experto en carrancear comidas:
en los sembradíos, en las basuras callejeras;
hasta en los patios traseros donde come de platos solitarios
servidos de croquetas a perros y gatos,
aguas en bebederos a un lado para que las echen a mojar como galletitas
se los traguen como cápsulas que van resbalándose por su pequeña faringe
sin interesar la hora que emane,
aunque no le importe saber del tiempo
y sea inútil calcularlo.
Aunque piense
que estoy loco hablando con él
y vuelva a acechar hacia mí su mirada como ogro y enfurruña.
El zanate me dice: «No te entiendo…».
¡Oh, pájaro, qué contundentes repuestas que no esperaba escuchar!
Y se echó a volar.