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—Estoy cansada… De verdad que estoy cansada.
Entonces él le susurró:
—Aguanta un poco.
En ese momento lo recordó. Recordó que había escuchado esas palabras innumerables veces mientras dormía. Recordó que se decía, sin despertarse del todo, que si aguantaba ese instante, todo estaría bien por un tiempo. Recordó que borraba el dolor y la vergüenza que sentía con la letargia que le proporcionaba el sueño. Recordó que en la mesa del desayuno, a la mañana siguiente de esas noches, sentía el impulso de clavarse los palillos en los ojos o de echarse sobre la cabeza el agua hirviendo de la tetera.
Cuando su marido se durmió, la habitación quedó en silencio. Acomodando bien al niño, que dormía de lado, contempló los perfiles de su marido y su hijo, que se vislumbraban vagamente en la penumbra y que tanto se parecían en la manera de inspirar su lástima.
No había ningún problema. Así eran las cosas. Bastaba con seguir viviendo del mismo modo que lo había hecho hasta entonces. No tenía otra alternativa.
Ya no pudo seguir durmiendo y un pesado cansancio cayó sobre sus hombros. Sintió como si la humedad de todo su cuerpo se hubiera evaporado, como si su cuerpo seco estuviera hecho jirones.
Salió del dormitorio y miró a través del ventanal violáceo del salón. Contempló los juguetes con los que Jiwu había jugado la noche anterior, el sofá y la televisión, las oscuras puertas del mueble debajo del fregadero y las manchas de la cocina como si las viera por primera vez, como si fuera la primera vez que recorría la casa. Sintió un extraño dolor en el pecho. Era una sensación de opresión, como si la casa estuviera atenazándola.
Abrió la puerta del armario. Sacó una camiseta de algodón de color violeta que le gustaba mucho a su hijo desde que era un bebé y que por lo mismo ella se ponía a menudo en la casa, lo que hacía que estuviera muy desteñida y dada de sí. Se vestía con ella cuando no se sentía bien, pues aunque la había lavado infinidad de veces, olía a leche y a recién nacido, y eso la calmaba. Sin embargo, esta vez no tuvo ningún efecto. La sensación de opresión en el pecho se fue intensificando. Le costaba respirar y cogió una bocanada grande de aire.
Se sentó de lado en el sofá. Siguiendo con la vista el segundero, que avanzaba dibujando un círculo, trató de sosegar su respiración. Pero fue en vano. De pronto, le pareció haber vivido ese instante innumerables veces, como un déjá-vu. La certeza del dolor se encontraba ante sus ojos, como si hubiera estado preparado hace tiempo, esperando a que llegara aquel momento.
«Todo esto no tiene ningún sentido.
No puedo aguantar más.
No puedo seguir adelante.
No quiero seguir adelante».
Volvió a recorrer con la vista los objetos de la casa. Nada de lo que había allí era suyo. Del mismo modo que su vida no había sido nunca su vida.
Fragmento del libro «La vegetariana”.