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El poema, para que surja, requiere una disposición de la atención y una apertura. El poeta –y entiendo por ello aquel/la que está en estado poético, pues de lo que hay que hablar es de estados: nadie “es” poeta o filósofo, sino que está, durante más o menos tiempo, en estado poético o filosófico–, el poeta, decía, no va en busca de nada, se dispone a recibir. Atiende. Por el contrario, el filósofo se afana en la búsqueda. Para ello parte de una premisa, desarrolla, y procura llegar a una conclusión. La filosofía es esforzada y el órgano que lleva a cabo la tarea es la capacidad de efectuar enlaces lógicos. No así el poema, que ha de inscribirse en el cuerpo antes que en la letra. Pero ¿no es acaso cuerpo igualmente, el intelecto?, me preguntará. Sin duda. El proceso intelectual es una activación del organismo, pero se cocina en un determinado lugar, mientras que en el poema se activa el cuerpo todo entero y, especialmente, los sentidos, que nunca quedan al margen, como en el procedimiento hipotético-deductivo, que es el propio de la filosofía (insisto: tal como se ha entendido en Occidente).