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En la conciencia de la muerte está el morir, porque la muerte en sí misma es nada, sólo la idea de que algún día vas a no ser lo que eres, de que tienes que volver a la nada y la obligación de irte acomodando, achicando para caber en el infinito cuerpo de un diminuto átomo para desaparecer, perder nombre, peso, conciencia, sueño, olvidar todo, ponerte en blanco y negro y no provocar ni siquiera molestias en los otros, ni dar ocasión a un murmullo, un gesto, una palabra, un fuchi de la gente cuando pasas a su lado porque apestas a mugre, a xoquiaque, a mierda o a muerto futuro.
La muerte misma no es fea, sino el temor a ella, lo cual lleva a la conclusión que el temor a la nada, a no sentir nada, a no ser nada o volver a la nada, es justamente la muerte.
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Llovía cansadamente agua grisácea mezclada con luz polvorienta aquel día soltado con desgano como para navegar en la pesada rutina de nuestra tristeza diaria. Llovía de casualidad, como no queriendo, agua dejada de la voluntad diurética de Dios y San Pedro de mojarnos con su divina orina. Lluvia sonsa para un día también torpe, medio idiota, desganado, de dieta a pan duro y café frío. Todo por culpa de la muerte de un pinche poeta muerto cuyo aburrido sepelio era como de esos muertos que mueren mucho antes y que cuando uno se entera que por fin murieron apenas sorprende y da flojera enterrarlo porque se supone que además de muerto ya estaba sepultado hace tiempo. Así es el olvido en vida de quienes ya no hacen cuenta. Y lo único que queda: (por respeto al muerto) es hablar fanfarreas de algún poema que en vida ni siquiera fue leído por temor o hueva a admitir que aquel que vive: también puede y debe morir de cuando en cuando.
Fragmentos de la novela “Llueve lluvia”.