Presentamos tres poemas de «La orilla más áspera de la realidad», del mexicano Eduardo Paredes Ocampo y publicado por la editorial peruana Santa Rabia Poetry. Este libro estará presentándose el próximo sábado 14 de octubre en punto de las 17:30 horas dentro de la Casa de la Cultura Frissac, en el centro de Tlalpan, Ciudad de México. La dicha contará con la presencia del autor, y de los poetas José Manuel Vacah, Natalia Bocanegra y Juan Guillermo Lera.
Los dejamos con estos textos de Paredes Ocampo publicados por una editorial hermana como lo es Santa Rabia Poetry y su maravillosa colección panhispánica de poesía.
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BOLA DISCO
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En la boda de Joaquín y María,
durante el baile de novios,
cayó,
escandalizando a todos menos a los borrachos,
la bola disco.
Alguien junto a mí
—quien, después me dijo,
se juraba medio bruja—
auguró
problemas matrimoniales
ante tantos añicos esparcidos
en la pista,
que astillaron,
al momento de cambiar
tacones por pantuflas,
los pies de una docena de invitadas,
causando un camino de puntos escarlata
desde el bar hasta el baño.
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Cinco años después,
se cumplió la profecía
y, durante el baile de novios
de la boda de Joaquín y la bruja,
no hubo ningún objeto
balanceándose ominosamente,
reflejando cien veces más de cien rostros
y sus perplejidades,
sobre nuestras cabezas.
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AUTOCINEMA
para Carmen
Antes del cristal quebrado
y de las abolladuras en la defensa,
nos condujo al autocinema
a ver una de las peores
de Tarantino.
En lo que cumplíamos
la promesa de repetir esa cita,
insensibles nos volvimos
ante el colapso,
pieza por pieza, del coche.
Sólo nos percatamos del descuido
cuando ya lo remolcaban
hacia el deshuesadero
junto al olor de palomitas
que nunca pudimos quitar de los tapetes
y las memorias
que urdimos en los límites e inmensidades
del asiento trasero.
La imagen que vería
quien diera un vistazo por el espejo retrovisor
sería la nuestra,
parados, mano a mano, fuera del garaje,
haciéndonos cada vez más pequeños
mientras contemplamos cómo se aleja la Jeep color vino
tirada por la grúa.
Llegaría el momento
en el que, en el reflejo, nos encogeríamos tanto
que podríamos caber en la guantera del auto
—ahí donde se guardan
las armas en las películas
sólo para usarse
en los casos más desesperados.
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TEMOR
De niño te dicen
que los perros pueden olerte el miedo,
que, si lo supuras lo suficiente,
te morderán
y aún hoy rondan varios
con rabia.
Debes anticipar a que el pulso
se te acelere,
asirlo apenas despunte
de su tempo en reposo
y devolverlo al cauce de los rincones,
domar el gatillo más volátil
de la reacción
y, así, fungir también
como mago
con el enemigo:
que cese de amenazarte
el pitbull o el dóberman
con la tarascada.
Inservible te fue el consejo:
veintitantos años después,
al cruzar una calle,
en el brazo derecho o en plena nalga,
con cuatro puntos simétricos
te firman
Max, Firuláis o Bruno
con una enjundia
que les llega hasta la encía
y, a ti, más allá de la dermis.
Una olfateada le bastó al animal
para notártelo detrás de los poros,
merodeando tus médulas,
queriendo asirse de la firmeza
de tus huesos
para que ya sólo puedas saberte
otro sin él,
incompleto y eternamente perseguido
—en los retrovisores,
en el rabillo del ojo—
por quien fuiste:
los mismos cinco litros de sangre,
los mismos setenta y tantos kilos
y el uno ochenta de estatura
menos todo este temor.