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La primera vez que la vi
pensé en los campos de mi niñez
y me asaltó el recuerdo extraño
entre feliz y melancólico
de mi primer amor.
Sus ojos parecían decirme:
«Soy tan imperfecta»
y yo quería acercarme, decirle:
demasiado imperfecta
como para no amarte.
Pero ella odiaba
las frases trilladas
Las detestaba
como a las frases geniales.
A los malabaristas de palabras
A los que jugaban a entenderla
hablando ellos solos
consigo mismos.
Cada invento, vulgar o pretencioso
le resultaba un fastidio
Cada recurrir a intentar persuadirla
de su malhumor
era una derrota clara.
Por eso me guardé las palabras
Conocerla era escucharla
Intentar llegar a ella era posible
sólo a través del silencio.
No siempre encuentra uno la dicha
en un ave oscura y solitaria
quien por voluntad propia
sucumbe al amor en silencio
Ella estaba cansada de promesas.
Pero una noche volví a casa
con la imagen de su rostro desencajado en mi cabeza, y desde entonces
no abandoné la idea de que,
aun cuando ella era hermosa,
alguien le había hecho creer lo contrario.
Y era como si sus ojos,
grandes y tan tristes, me dijesen:
«Debes estar loco
como para querer amar
a alguien como yo».
De cierto modo lo estaba
Desde hacía un tiempo atrás
el potencial de sus errores
se había convertido en el impulso
que disparó el amor.
No me interesaba su carne
Me había enloquecido
el hecho de que ella no procurara
hacer nada por agradarme
No había algo implícito
que albergara dudas.
Y la quise así, conmigo:
tan cansada, tan escéptica
tan errónea, tan distante
A veces triste, a veces
un ave ya sin color.
Y sin embargo, otras veces,
era simplemente una mujer
con exceso de amor y de miedos
y las palabras le salían
exageradamente
para luego volver a ese
silencio incómodo
del que no iba a escapar
sino cuando se daban sólo
los milagros del buen humor.
Había que levantar
una casa del árbol
para ella en ese lugar seguro
de las promesas que
sólo se sellan con las miradas.
Había que aprender
a caminar con ella
Había que empezar por decirle
que yo no estaba dispuesto
a cambiarle absolutamente nada.
La quería así,
libre y con la esencia
dichosa de sus errores,
porque esos errores no hacían
más que embellecer
el inapagable fuego
que era ser ella misma.