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Cuando yo creé mi taller de escritores, el primer año elegí a un grupo de muchachos jóvenes. Me encontré en la primera sesión con dos cosas que parecieron intolerables: que carecían de la experiencia de viaje, de la visión del afuera, de la óptica distinta, que contaran sobre el olor del membrillo porque no tenían experiencia del olor de la guayaba; y en segundo lugar, porque su conocimiento de la literatura, de la novela específicamente, se remontaba sobre todo hasta los escritores latinoamericanos de mi generación, que éramos como quien dijera, sus clásicos. Yo, naturalmente monté en cólera. ¿No conocían a Stendhal, a Dostoievski, a Tolstoi, a Proust, a Balzac? ¿Por qué querían ser escritores, entonces? Furioso, los despaché y juré que no volvería a enseñar a gente tan joven, que solo podían leer a aquellos autores que creían que podían parecérseles, con cuyos personajes podían identificarse y cuyas historias podían parecerles verosímiles.