FINAL
Pensó en decirle que todavía amaba la cadencia de su pelo en movimiento, no a ella toda, pero sí su pelo y también sus manos cuando al descuido levantan el mechón que le cae sobre la frente y también sus dedos finos que habían sabido acariciarle el pecho cuando le inundaba la tristeza. No la amaba completamente, ya no, pero mientras la miraba acercarse a la mesa donde la esperaba tomando café, creyó entrever a la otra, a la de antes, la que había llegado un día hasta el borde de su cama y se había tendido de espaldas, desnuda, plácida como si no fuera la primera vez de estar juntos, sin dudas, como si esa cama la hubiera estado esperando toda la vida. Quiso decirlo todo, pero cuando ella se sentó frente a él se le amargó la boca y la razón.
Ella encendió un cigarro antes de pedir café, no se quitó el abrigo como si esperara partir en cualquier momento. Lo miró un tiempo largo, en silencio, tratando de reconocerlo detrás de toda la rabia, detrás del tiempo. Pensó que era hermoso: sus ojos y su pecho amplio. Pero no lo dijo.
Las primeras frases, banales, sin propósito. Amigos comunes, lugares comunes. Él empezó a contarle algo que le había sucedido en los días de su ausencia. Ella escuchaba paciente, aunque muy dentro sabía que nada le importaba esa nueva historia que no le pertenecía, que de alguna forma odiaba saberlo lejos de sí para todo lo que sucedería en el futuro; sin embargo, escuchó su voz, no lo que las palabras decían, la misma voz que un día había dicho: «Yo sin ti no sé vivir». Pensó, todavía amo su sonido, su boca al hablar. Pero en lugar de decirlo pretextó que no tenía mucho tiempo y que era mejor hablar de una vez, resolver los asuntos pendientes, para eso se habían reunido.
Él no pudo disimular la sorpresa. Con dolor descubrió en ella una nueva máscara, dura, inflexible, distante. Quiso decirle que aun así era bella, pero se contuvo.
Hicieron cuentas.
Ella vio en sus ojos el dolor y sintió lástima. Pena de no encontrar las palabras adecuadas, no quería herirlo. Pensó en la fragilidad, en lo débiles que se habían vuelto los dos ante este obligado olvido. Hizo un esfuerzo y logró recordarlo antes, mucho antes, cuando cenaban en la casa con familia o con amigos. Recordó los códigos secretos, gestos privados que lo decían todo, su mirada cómplice. Ya no había eso en sus ojos, su mirada estaba hacia dentro, tan hacia dentro que hacía daño verla.
Hablaron de libros, de autores y con cuáles se quedaría cada quien, sonrieron al descubrir sus gustos tan iguales, con los discos fue lo mismo y los muebles a nadie le importaban. Miles Davis, Caetano, los cuentos completos de Borges, la poesía de Sabines, fue fácil, el problema consistía en dividir la memoria, en divorciar los recuerdos. Quién guardaría los besos y quién la amargura.
Él le tomó la mano y en aquel gesto reconoció su calor, reconoció aquella textura tan exacta como él la recordaba y sin embargo tan distinta porque ya no le pertenecía. Aquel cuerpo, pensó, tan conocido en la memoria y tan nuevo porque está lejos; y en esa distancia la deseó como nunca antes o tal vez con el vértigo de la primera vez, como si nunca la hubiera tocado.
Ella también reconoció en ese impulso la distancia, pero vio más, mucho más, vio el olvido inminente, vio huellas en la arena que el agua desvanece. Sintió profundamente que iba a olvidarlo. Que un día amanecería sin pensar demasiado en él, y otro día, y otro, hasta transformarse en un recuerdo dulce, indoloro, como fotos de un viaje que se ha hecho: borrosos los lugares, confusas las imágenes. Pensó, un día te recordaré alegremente y entonces todo se habrá terminado.
Retiró la mano y tomó un cigarro para disimular la ausencia, las manos de él quedaron inertes sobre la mesa sin saber qué dirección tomar. Al mirarlas tan vacías, él pensó que sin el cuerpo de ella sus manos carecían de sentido.
Nadie habló de amor, ni tampoco del dolor de la pérdida, nadie dijo todavía te necesito, aunque lo pensaron los dos, aferrados cada uno a la distancia como si fuera aquella la única forma de salvarse. Y así se protegieron de los nombres y olvidaron las palabras, ya no se hablaba de nosotros, ya no se mencionaba el futuro, cada uno entregado al esfuerzo inútil de no sentir nada.
Afuera empezó a llover y la ciudad se volvió blanda, frío el café sobre la mesa y pobres las palabras. Apurados salieron a respirar a la calle. Ella hubiera querido abrazarlo, pero los brazos no pudieron, en lugar de tocarlo le entregó las llaves de la casa; con ese gesto definitivo se despedía, renunciaba. Pensó en aquella casa que ahora estaba vacía, entristecida, que sería vendida para que la habitaran otros como antes ellos; en aquella casa que ahora estaba desolada habían sido felices. Quiso llorar, pero no lloró.
Él guardó las llaves rápidamente como si aquel contacto le lastimara los dedos. Hubiera querido decir alguna cosa, pero no le nació ninguna palabra para ser nombrada. La vio alejarse entre la gente, su pelo hermoso, largo, como una luz que se apaga. Y entonces, cuando ya no la veía, supo cuál era la única palabra.
−Magdalena −la llamó en voz baja, y la boca se le llenó de lluvia.