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EL CONTENEDOR
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Es una suerte vivir cerca de tu lugar de trabajo. Para mí, eso es calidad de vida. Quince minutos separan mi casa de la emisora de radio en el que dirijo el programa de mediodía desde hace, ya, demasiados años. Lo vivo como una rutina de la que sólo me sacan algunas entrevistas curiosas. Pero, en la mediocridad en la que el mundo se ha convertido, cada vez son más esporádicas. Mi vida se ha convertido en un automatismo insolente que cada vez soporto menos. Me levanto, leo la prensa, contesto los emails y me lanzo a la calle. Paro en la misma cafetería siempre, me echo mi tostada y mi café, y sigo calle abajo hasta la emisora. Suelo dar un rodeo para ejercitar las piernas un poco más y para no tener que cruzar por medio de la plaza llena de personas con exceso de tiempo libre. Me molesta la gente que me intenta detener para apuntarme lo que tengo que decir en el programa del día. Esa mañana, todo fue un poco distinto debido a unas obras en la acera que cortaban mi camino.
Por un día no pasa nada, me dije, y decidí cruzar la plaza arriesgándome a que me incomodaran. Desde lejos observé, extrañado, que todos estaban como arremolinados en círculo. Al acercarme, comprobé que estaban rodeando a un hombre semidesnudo y sucio que estaba subido en un contenedor de basura hablándole a los congregados. “Es mejor una vida corta y libre, que una larga; si es la esclavitud el precio que hay que pagar” es lo único que llegué a entender en el momento de pasar al lado de la congregación. No paré. Seguí caminando. Mi cuerpo siguió, fue el que siguió caminando, porque mi mente se quedó ahí, con ese individuo de aspecto asquerosamente desaliñado, desafiando al frio a cuerpo descubierto.
Todo el día estuve desconcentrado. Hasta el técnico de sonido de mi programa lo notó y me preguntó al final. Le respondí con una pregunta: “¿Tú crees que yo soy feliz?”. Y con un “Ay, maestro, qué cosas tiene”, esquivó la respuesta. Pero no hay que ser muy listo para entender. Al día siguiente, decidí bajar más temprano y escuchar el personaje, un poco más. Pero no estaba. Me decepcioné. Cuando me vi pidiéndole al productor de la emisora que lo localizara, me di cuenta de que me había calado más de lo que creía. Advierto que sentí miedo.
Pasé un tiempo intentando verle. Quizás sea que se ponga a otras horas, pensé. En mi día libre decidí sentarme delante del contenedor y esperar. Allí, reposado, empecé a hacer una evaluación exhaustiva sobre lo que se había convertido mi vida. Solo, sin alicientes; con un trabajo en el que se me consideraba uno de los mejores, pero que no me hacía feliz; una rutina que me devoraba y nada en el futuro que me hiciera tener ilusiones. Cuanto más pensaba, más me apesadumbraba.
Estaba empezando a sentirme verdaderamente mal cuando, primero su olor y luego su voz, me sacaron de mi ensimismamiento. El indigente pidió permiso para sentarse con educación, aunque no esperó a que se lo diera para hacerlo. “Quiero entrevistarle en la radio”, le solté sin pensarlo. Me dijo que no. Así, sin más. Le pregunté que quién era. Le ofrecí comprarle ropa, pero me contestó que desnudo se sentía más libre y sin etiquetas. La conversación duró dos horas. Ese es el tiempo en que tardó en convencerme para que me subiera al contenedor de basura y les contara a los transeúntes todo lo que le había contado a él, ahí, sentados. Lo hice. Cuando fui capaz de confesarle a la gente lo que sentía, experimenté la sensación de ser el hombre más poderoso del mundo.
Al día siguiente, empecé mi programa de radio sincerándome con la audiencia sobre una noticia recién llegada por el fax. Prisión para los entrenadores de fútbol que intentan, deshonestamente, intimar con sus jugadoras. Me juzgué extraño. Siempre me había limitado a leer las noticias en un tono neutro que contuviera mi indignación o alegría, dependiendo de caso; pero ese día noté que me cambió hasta la voz. De camino para mi casa, descubrí que me caminaba más liviano y mi sorpresa fue mayor al verme cruzar por la plaza con total naturalidad.
Tras una ducha y relajarme, me evalué a mí mismo. Intentaba entenderme, cuando sonó el teléfono. Era el productor del programa para comunicarme que la audiencia había subido ligeramente, pero que debería reconsiderar mi negativa a recibir llamadas en directo. Había habido tantas, que era una pena desperdiciar ese potencial. Le dije que lo meditaría a lo que me respondió un contundente: “Pero, por favor, hazlo”.
No quise decidirme hasta hablar con el indigente. Tres días me costó verlo por la plaza. Me recordó y vino sonriente a saludarme. Le relaté, paso por paso, todo lo acontecido desde nuestra última “reunión” en ese mismo banco. Me escuchaba como si supiera que eso iba a pasar. Le reiteré la propuesta de entrevistarlo en mi programa y volvió a declinar la invitación. Le propuse un trato. Si él accedía a venir a mi programa, yo daría mi aprobación a mi productor ante su pretensión de recibir llamadas en directo. ¿A cuánta gente podríamos ayudar, que necesitara alguien que la escuchara? Con una sonrisa del que se sabe acorralado, alargó su mano para que la estrechara. Lo hice, con remilgo por su suciedad, pero había que sellar el compromiso indudablemente.
Y aquí lo tienen hoy, bañadito y repeinado que casi no llegue a reconocerlo. Y permítanme decirles que estoy emocionado de que haya cumplido su parte. Ahora, yo, cumpliré la mía y le voy a confesar en vivo y en directo lo que ha hecho por mí. Creo que todos deberíamos tener algunas personas que tengan la capacidad de escucharnos sin juzgarnos.