NADIE DESAPARECE AL AMANECER
Al primer canto de la catedral, intentaste abrir los ojos; pero eran tan pesados, como hojas de plomo, que fue imposible. Sentiste la textura de la sobrecama, el calor de la sábana y un frío que corrió desde tus pies hasta tu pecho. Levantaste el tronco de tu cuerpo y quisiste ver la hora en el reloj que estaba en la cómoda; pero también fue un intento fallido. Sobre tu calavera se dejó venir a tumbos el silencio, trotando lentamente como si fuera un caballo sin herraduras. El frío, de pronto, se convirtió en miedo. Un miedo de muerto. No podías percibir el olor de las acacias que adornaban tu ventana ni pronunciar ni una sola palabra. Después, cuando te levantaste a tientas al baño para verte en el espejo, descubriste que no tenías cabeza. Tus manos buscaron tu semblante. No había nada. Sólo el vacío de lo que en algún momento habitaron tus sentidos.
Tu casa parecía una tumba y tu puerta una lápida en cuyo interior había una persona muerta. Ésa eras tú. Pero te resististe a la idea de estar muerto. Así que bajaste despacio las escaleras, aún con el pijama y con las pantuflas puestas. Afortunadamente aún conservabas esa memoria imperturbable y prodigiosa que todo mundo ha celebrado. A pesar de tu condición de ciego, no hubo ni un solo instante en que no pensaras en practicar las partituras en el piano, pues tenías un concierto por la tarde en el Teatro de la Ciudad. Te sentaste en el banco y tus manos comenzaron a tocar. Tus dedos parecían un abanico que lentamente hacían sonar las notas que había en tu memoria. Pero, ¿cómo era posible que aún habitaran todas esas notas en tu memoria si no tenías cabeza? Siempre has creído que el corazón también tiene memoria y es ahí donde habita la esencia de lo que realmente somos.
Conocías perfectamente cada nota del piano. Las ocho octavas que había en él estaban guardadas en el baúl de tus recuerdos, de modo que no te preocupó no escucharlas, pues sabías que antes de ti alguien había padecido sordera y había creado sinfonías que se seguían interpretando. La tramontana se dejó caer sobre las tejas de la casa, el polvo salió disparado, suave y silencioso, cuando el reloj de pared dio las ocho de la mañana. Mientras tus dedos tocaban las teclas escuchaste un leve ruido. Era el timbre del teléfono. Como pudiste te levantaste a contestar.
—Buenos días, Flavio. ¿Cómo estás? —dijo una voz de mujer.
Intentaste responder; pero fue imposible. Apenas podías escuchar la voz. Era la mujer que te había abandonado hacía dos años y, hasta ese momento, no sabías nada de ella. La voz de la mujer volvió a preguntar si estabas bien pero tú no pudiste articular ni una sola palabra. No había modo de entablar una conversación. Así que desesperado colgaste el auricular. Ya podías escuchar un poco el crujir de la madera del piso y el canto del canario. Regresaste al piano y te sentaste a practicar de nuevo el vals que habías de tocar por la tarde. Después de dos horas de práctica y de estimular el sentido auditivo poco a poco comenzaste a percibir los sonidos de la realidad. Pero seguías sin ver nada y sin oler nada.
Te dispusiste a tomar un baño. Subiste lentamente las escaleras hasta llegar a tu habitación. La cama aún estaba tibia. Como pudiste buscaste la ropa en el ropero: tu blusa verde y tu pantalón blanco. Pero, ¿cómo encontrarlos si por medio del tacto ni del oído se pueden percibir los colores? Sacaste la ropa que creías que era de ese color y la pusiste sobre la cama. El viento se hizo débil. Ya no había fuerza en su voz. Abriste la llave y el agua caliente cayó sobre tu cuerpo. Era la primera vez que te despertabas sin cepillarte los dientes, sin probar desayuno y sin tomar agua.
De pronto, escuchaste un ruido en la habitación. Era como el chasquido de unos huesos rotos; pero alcanzaste identificar ese tono. Ese ruido no era cualquier ruido. Era un ruido lejano que decía tu nombre. Te guiaste por el sonido. Cada vez más cerca. Caminaste lento. Ahí el ruido se convirtió en una voz de hombre. El viento chilló despacio, como si también estuviera lejos. Lentamente abriste la puerta del armario y ahí estabas tú, mirándote cómo abrías la puerta y por primera vez el frío que inundaba tus huesos se convirtió en un mar de calma al verte idéntico, abriendo la puerta del armario para saber de dónde provenía ese ruido que decía tu nombre.